Hace unos años, durante un vuelo hacia la ciudad de Bogotá, conversaba con un colombiano radicado en el país sobre el interés de la población llana de nuestros pueblos en el ejercicio político y la conducción de los asuntos del Estado en general. Le explicaba que en mi percepción, los colombianos eran más atentos e interesados por quienes los dirigían, así como por su accionar. Le ponía como ejemplo que en el país andino, era normal tomar un taxi y sostener una interesante conversación sobre política con el conductor. Sorprendentemente el compañero de viaje me corrigió, expresando que durante sus años viviendo y trabajando en esta tierra quisqueyana, estaba sorprendido de cómo los dominicanos, sin importar clase u origen social, participaban de la política con un interés y fanatismo casi religioso. Sea esto bien por el culto personal a un líder, tal cual un rancio Balaguerismo, o por el “pica pollo”, la cerveza, los mítines y el “bandereo”, que muy al estilo Disney World, sirven a los más marginados sociales como ocio que se repite cada cuatro años (esto último agregado por mi persona).
Sin embargo, en el contexto de la pandemia del Coronavirus, la cual ha azotado a la República Dominicana de una manera muy especial, la carrera por la silla presidencial, así como las curules de ambos hemiciclos en el Congreso, se ha visto seriamente afectada. Esto se debe a las claras limitaciones que supone la actual crisis sanitaria para el ejercicio tradicional del quehacer político-electoral. En situaciones normales, los candidatos ganan (y a la vez muestran) musculatura política mediante visitas, recorridos, reuniones, y otras acciones que necesariamente exigen la interacción física entre el aspirante, sus colaboradores y seguidores. Y a menos que este sea una personalidad muy conocida y admirada dentro de su jurisdicción electoral, es virtualmente imposible que sin llegar de manera presencial a la mayor parte de su electorado, el candidato tenga oportunidades de ganar.
Es por esto que sin desearlo, los partidos políticos dominicanos, luego de las pasadas elecciones de marzo, tuvieron que someter su forma tradicional de hacer política a una seria transformación, adaptando la misma a la realidad electoral imperante que se avecinaba apenas tres días después de haberse celebrado aquel certamen electoral. Esto supuso, sin que necesariamente detuviera al candidato en su movilización presencial por la geografía electoral, una designación de recursos (y por tanto un uso) mucho mayor de los medios de comunicación, como una herramienta virtual para que los candidatos interactuaran con su público meta, y una mayor confianza en las redes sociales como un medio idóneo para el marketing político necesario en la tarea de convencer al electorado. Pero por otro lado, estos nuevos mecanismos de comunicación, acompañados de una mayor interacción democrática, también constituyen un terreno fértil para la publicidad de contenido difamatorio e injurioso, lo que llevado al terreno político, puede tener resultados catastróficos en la percepción que el público puede formarse sobre cierto candidato, especialmente aquel segmento que se cataloga como indeciso o votante variable (soft vote).
En la República Dominicana la difamación e injuria son de antaño, estando las mismas reguladas y castigadas en más de una ley. El Código Penal, en su artículo 367 define a la difamación como “la alegación o imputación de un hecho, que ataca el honor o la consideración de la persona o del cuerpo al cual se imputa“, y a la injuria como “cualquiera expresión afrentosa, cualquiera invectiva o término de desprecio, que no encierre la imputación de un hecho preciso“. Es decir, que por definición la difamación toma en cuenta el efecto que tiene la publicidad maliciosa de un hecho (ficticio o no) sobre el honor de la persona, mientras que la injuria supone, como bien reza el artículo, un término o expresión insultante u ofensivo, indistintamente de si el mismo guarda relación con un hecho acontecido. Iguales definiciones de difamación e injuria posee la Ley 6132 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, teniendo como requisito sine qua non, la publicidad de la declaración difamatoria o injuriosa, pues carecería de sentido la imputación de un delito de esa índole al mero pensamiento o concepto personal que una persona tenga sobre otra. De igual forma, puede observarse que tanto el Código Penal como la Ley 6132, hacen importantes distinciones de acuerdo al tipo de víctima. Si bien los candidatos a cargos públicos no son sujetos protegidos de manera especial por estos cuerpos normativos, sí lo son los diputados, senadores, jefe y secretarios de Estado, y magistrados de las cortes, entre otros que ostentan funciones públicas.
Asimismo, con el devenir de los tiempos y la ampliación, mayor rapidez y efectividad de los medios de comunicación a través de las nuevas tecnologías, el legislador se vio en la necesidad de introducir en el año 2007 la Ley 53-07 sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología, la cual sanciona en sus artículos 21 y 22 a la difamación y a la injuria pública que es cometida a través de medios electrónicos, informáticos, telemáticos, de telecomunicaciones o audiovisuales. Entendiéndose que a través de estos se cumple a plenitud el requisito de publicidad que ambos delitos exigen para su consumación. De tal forma que esta última ley vino a expandir el rango de aplicación de este requerimiento, el cual anteriormente se suscribía solamente a la publicación y radiodifusión del contenido difamatorio e injurioso.
No obstante, no todo contenido es considerado como difamatorio o injurioso por las leyes. Uno de estos casos es el que establece el artículo 37 de la Ley 6132, el cual excusa al prevenido de la imputación por difamación, cuando se demuestra la verdad del hecho difamatorio, y si este trata de asuntos públicos imputados a personas e instituciones de igual carácter. No siendo así cuando se trata de asuntos privados relacionados a la persona, o cuando el hecho constituya una infracción amnistiada o prescrita. De igual forma, algunos discursos o declaraciones enunciados por ciertas personas embestidas de un cargo público o emanadas de ciertas instituciones públicas, en el ejercicio de sus funciones, gozan de inmunidades y privilegios que le impiden ser considerados como difamatorios. Por ejemplo, las declaraciones emitidas durante una audiencia judicial o un discurso pronunciado por un congresista en su hemiciclo. En esa misma tesitura, originalmente era perseguible la reproducción de una difamación, pero la Suprema Corte de Justicia declaró en un fallo del año 2013, que los editores y sus sustitutos no podían ser perseguidos como cómplices por las declaraciones difamatorias de terceros.
Aterrizando esto en el plano político local, la República Dominicana ha tenido varios casos importantes de difamación e injuria que involucraron a personas durante el ejercicio propio de su cargo público. Los casos Hernani Salazar vs. Marino Vinicio Castillo, Lucía Medina Sánchez vs. Salvador Holguín,y uno de las más importantes por las partes involucradas, Hipólito Mejía vs. Wilton Guerrero (aunque este ocurrió cuando el demandante no era presidente, sino candidato presidencial), han aportado suficiente tela para cortar sobre la materia en nuestras cortes. En los dos primeros casos, los demandantes ganaron en sus pretensiones de que los demandados habían cometido difamación contra ellos. En el último de los tres, las partes llegaron a una conciliación tras cinco años de litis, donde el demandado pidió disculpas públicas y reconoció que había realizado una calumnia contra el ex presidente. Si observamos bien, estos tres casos tienen dos cosas en común, y es que las acciones difamatorias ocurrieron en el marco de programas televisivos de transmisión nacional, y que quienes difamaron fueron personas ciertamente identificables. Esto permitió que la acción de la justicia, al menos en la parte inicial y de instrucción del proceso fuera rápida y eficaz.
Empero, otra realidad se vive en el mundo de las redes sociales, ya que las mismas dan la posibilidad de transmitir un mensaje con gran rapidez, mientras el transmisor disfruta de cierto anonimato. En el ámbito político, y sobretodo en el electoral, las redes sociales son una espada de Damocles, ya que con su doble filo pueden ayudar a un político o candidato a ganar adeptos en el gusto popular (Ej: David Collado), pero también pueden afectar negativamente la imagen de este por medio de mensajes difamatorios e injuriosos cuyos efectos son inmediatos y cuya labor para remediar el daño colateral, muy difícil. Tal es el caso de varias páginas que no pararon de lanzar contenido que en algunos casos era claramente difamatorio, pero en otros, se necesita analizar si el mismo afectó necesariamente la reputación del afectado para ser considerado como tal. De manera particular, hubo contenido difamatorio contra el principal candidato de la oposición, el cual le imputaba estar detrás de los incendios ocasionados en el vertedero de Duquesa. Otra de esas páginas imputaba al candidato oficialista de haber robado dinero del Estado y utilizado aviones propiedad de su empresa para transportar un alijo de drogas que fue decomisado en Bélgica. Igualmente, acciones similares se extendieron hasta los candidatos a la senaduría por el Distrito Nacional. Los más afectados fueron el oficialista, a quien se le imputó decir que estaba de acuerdo con el matrimonio infantil, así como la del principal partido de oposición, a quien supuestamente se le atribuyó haber vendido su exoneración de impuestos para importación de vehículos. Práctica que si bien no es ilegal, es poco ética porque se supone que la exoneración es para disfrute del legislador, y no para hacer negocios con la misma.
Ante estas situaciones, lo primero que hay que analizar es si el hecho en sí constituyó difamación e injuria. Algunos actos claramente lo fueron, ya que imputaron a candidatos la autoría de hechos criminales y delictivos sin esto haberse comprobado, como el mencionado incendio al vertedero de basura y los narcóticos confiscados en suelo europeo. Otros, caen en un terreno más pantanoso, pues hacen alusión a opiniones basadas en hechos que disfrutan de cierta veracidad, como los que aluden a una preocupante cantidad de miembros y candidatos recientemente acusados de narcotráfico y los que hacen una correlación directa entre el escándalo de corrupción de Odebrecht y el candidato oficialista. En sentido distinto están aquellos comentarios que constituyen hipérbole o mera opinión basada en un hecho sujeto a múltiples interpretaciones. Por ejemplo, de acuerdo a su participación cuando fue Vicepresidente Ejecutivo de un gremio empresarial, se dijo que el candidato a senador por el partido oficialista apoyaría el retiro del auxilio de cesantía a los empleados. Esto ha sido desmentido en varias ocasiones por él mismo, pero si en alguna ocasión en el pasado él apoyó una iniciativa similar, entonces no podría considerarse como difamación cuando se opina que de llegar al poder se esperaría una acción en esa misma línea. Igualmente ocurre con su principal contendiente, cuando se dice que la misma impulsaría una legislación que despenalizaría el aborto. Primero porque la candidata se ha pronunciado de manera pública a favor del aborto en las tres causales, y al fin y al cabo el aborto sigue siendo aborto ocurra en una de las tres causales o no, pero sobretodo porque habría que analizar si el hecho en sí afecta negativamente la reputación de la candidata, pues para ello el aborto tendría que ser un hecho cubierto de tal negatividad y repugnancia, que la mayoría de la sociedad cambiaría su opinión sobre ella por el mero hecho de apoyar el aborto, lo cual no necesariamente ocurre así.
Pero lo más crítico es, que en el caso particular de las redes sociales, los mecanismos de protección y control de las principales plataformas son limitados. Por ejemplo, en Facebook e Instagram, se puede promocionar contenido de carácter político realizando una verificación de identidad, la cual simplemente exige una vinculación de la cuenta publicitaria con otra perteneciente a una persona física, además de un descargo de responsabilidad que bien puede hacerse a través de una persona jurídica mediante una página web verificable por el personal de Facebook. El problema con esto es que la verificación de identidad con una cuenta de persona física no requiere de ningún paso donde se necesite demostrar (y documentar) la existencia legal de dicha persona física, pudiendo utilizarse una cuenta real con información de una “persona fantasma”. Además de que la mera existencia de una página Web donde pueda verificarse una concordancia de información con la cuenta publicitaria de contenido político, no significa necesariamente que se puedan rastrear fácilmente los autores de dicha página Web. Por otro lado, muchos alegan que la información indeleble de los correos electrónicos utilizados para registrar dichos usuarios en las redes sociales puede ser un medio de rastreo, pero lamentablemente esto no siempre puede ser así. Específicamente porque el correo puede crearse utilizando una computadora de acceso público, o a través de un mecanismo que “cambie” la dirección MAC o IP del equipo que se utilizó para crear el mismo.
En lo que el hacha va y viene, y se puede delimitar caso por caso si hubo difamación, injuria, o ninguna de las dos, el daño a la imagen de muchos candidatos ya está hecho. Quedará por tanto en las manos de estos decidir si procederán a hacer valer sus derechos ante la justicia, o si dejarán que dichos actos queden impunes (en parte por haber perdido el interés de no salir gananciosos en la contienda). Mientras tanto, las plataformas podrían utilizar ciertos mecanismos para asegurarse mejor (y dejar registro) de que quien opera la cuenta publicitaria es un persona identificable, así como disponer de un equipo de acción rápida que pueda responder de manera inmediata a los reportes de uso indebido que hacen los demás usuarios cuando presencian contenido difamatorio. Y es que en esencia, existe una pequeña duda existencial en cuanto a si el desarrollo de las redes sociales surge por los nuevos tiempos que demandaron medios que se acoplaran al nuevo ritmo de vida, o si por el contrario, la existencia de las mismas dio como resultado la vida acelerada que vivimos en este nuevo siglo. Independientemente de cual sea la verdad, la realidad es que no podemos permitir que las redes sociales y los generales subidos en corceles digitales, dominen nuestra conciencia política y nuestro derecho al sufragio.-
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Alexis Colón
Licenciado en Administración de Empresas, Summa Cum Laude, por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, y Licenciado en Derecho, Magna Cum Laude, por la Universidad del Caribe. Posee estudios de maestría en Derecho Económico y Comercial Internacional, con iguales laudes, en Georgetown University.
Admitido para ejercer el derecho en la República Dominicana y en Nueva York, se desempeña como Socio Director en el estudio jurídico COLÓN & PARTNERS, y es Director General para la República Dominicana de CEA Digital Law.